La madrugada recrudece, los soles preñan las marcas de su música; la nobleza cae sobre los paños que los diablos ocultan.
El imperio se desmorona y un disfraz de flautas oculta sus sones. El cenit apunta hacia la libertad: vagabunda encapuchada.
Ésta es la resurrección; hay brillo en tus sandalias. La voz avanza entre la espuma y las llamas se aprestan a capturar la fortaleza; no hay peor prisión que la íntima.
Se balanceaba al borde; su conciencia no podía estar más alerta, el malestar lo devoraba. Un resplandor cayó sobre las aguas; creyó que era el amanecer. Sintió un roce sobre el hombro; giró tan rápido la cabeza que casi alcanzó a verla. Supo cómo era; el calor aflojó, todo estaba inmóvil, sus dudas habían partido; estaba muerto.
La voz insistió; el Pez ya no podía escucharla, pero el don sí:
Cada cobardía, aun la más vieja e invencible, va cayendo dentro de la luz; el mediodía es un farol a punto de estallar.
Dos hay y uno, el viento se hace desear y las primeras gotas pegan contra la piel de los ríos, libres pero aisladas; los cauces son una maniobra imprecisa.
Las libélulas, igual que en noviembre, reclaman cierta violencia de las pestañas. El rumbo... ¿Cuál?
La llamada de los días, una trompeta contra los brazos de la estrategia: ronda de sutilezas para disimular una distancia.
El don se quebró; dio a luz a su doble: una imagen diferente de sí. El cuerpo yacente del Pez fue tocado por la memoria, un instante apenas, y se arqueó hacia atrás en un espasmo; la boca le tembló. En un esfuerzo final, el conjuro de las palabras hizo tronar la playa:
Nacimiento; tus hilos arañan mi cuna, tu reto captura mis pulmones, mi grito es un cúmulo de tormentas; en la fría marea, está el fruto de mi nueva vida. La luna cambia, la noche culmina. Nacimiento; la fiesta es mía... Y tuya.
Una ola, con fuerza inusual, se elevó por encima de las demás y, deslizándose sobre la arena, alcanzó a rozarle la cabeza. Ambos dones latieron con fuerza para dar forma a la memoria; el Pez comenzó a transpirar furiosamente.